Inocencia perdida


(Interior de una tienda de Chueca)

El 16 de marzo del 2006 Francisco Ayala (Granada 1906) cumplió cien años. Viendo un reportaje sobre el acontecimiento, Ayala, con esa increíble y afortunada lucidez que aun conserva, dijo que a su edad, lógicamente, no vivía en el presente, y mucho menos mirando al futuro, si no que vivía en el pasado. Mirando siempre atrás.

Hace aproximadamente dos años, en una de esas sofocantes tardes madrileñas de Agosto en las que se busca refugio contra el calor en forma de piscina pública, me encontré con una de esas personas que no pueden compartir la fortuna de Ayala. Alguien que a su manera arrastraba (porque es sus circunstancias es imposible que la reencuentre) su inocencia, su niñez perdida. Era una mujer cercana a los setenta, si no los había cumplido ya. Pero con solo mirarla podías ver, en la manera en que se agarraba temblorosa los dedos de una mano (ese gesto siempre que lo veo me rompe), en la forma en que sus labios temblaban, en esos ojos tristes y asustados con los que miraba a todas partes, que ya no era una más que una niña perdida. Nos miró a mí y a la persona que estaba conmigo. Y los dos lo entendimos. Fuimos hacia ella. Casi sin poder entenderla por sus sollozos, nos dijo que se había perdido. Mientras la cogía de la mano (todavía recuerdo y no se me olvidará la angustia y esperanza con que ella agarró la mía) intenté encontrar con la mirada alguien que entre tanta gente pudiera estar buscándola. Vi a un hombre de su misma edad que desde lejos apareció llamándola, gritando de mala manera. La llevé hacia allí, asustada como la niña que espera una reprimenda de su padre. Por mi parte, tenia tal cabreo que le puse a parir por tratarla de esa manera sabiendo su enfermedad. Él, al principio sorprendido por mi actitud, no hacia más que atacarla culpándola de perderse. Durante todo ese rato, ella no me soltaba la mano, y yo acariciaba sus dedos con mi pulgar. Después, como suele pasar, las cosas se derrumban y terminas por descubrir que todos arrastramos algo. Y él se derrumbó. No voy a contar que hablamos ese hombre y yo. Solo puedo decir en su descargo, que tampoco es fácil vivir tus últimos días con la desesperación de ver que tienes frente a ti alguien que ha perdido todos los recuerdos, toda su vida, a quien ya no puedes decir que amas porque no sabe ni quien eres. Aunque no justifique su actitud, a veces, es normal no poder resistir más.

Me marché de allí dejándolos agarrados de la mano. Con su vida cercenada, sus recuerdos a medias, su complicidad desparejada, con la mitad de su niñez y su inocencia. Aún hoy no puedo decir cual de esas dos personas es más desgraciada. No se que es peor, llegar al final de tus días sin poder vivir en el pasado, porque tu pasado no es más que un lienzo en blanco, o llegar al final de tus días sin poder vivir en el pasado, porque solo trae el dolor de tener frente a ti a una persona, que por una injusta enfermedad, no puede completarlo.

De vuelta a mi sitio, mirando mi sombra en el suelo mientras andaba y mirando a la persona que, atenta a todo lo que había sucedido, me esperaba junto a mi toalla, me prometí algo a mi mismo, se lo prometí en secreto a esa mujer de niñez perdida…

No lo conseguí.

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